domingo, 15 de agosto de 2010

Paradiso, José Lezama Lima (fragmento)



La hora esencial, Francisco Hung (1990)


Capítulo Xll

(...)

-Compadre, no lo quisiera contar, pero mire usted que lo invisible se mostró ridículo aquella noche. Era un día sábado, muy apacible, que hasta el comienzo mismo de la noche mostró su circunspección. A veces lo invisible, que tiene una pesada gravitación, y en eso se diferencia de lo irreal, que tiende más bien a levitar, se muestra limitado, reiterado, con lamentable tendencia al lugar común. Me dormí con un sueño ocupado y hojoso hasta la media noche. Así que me desperté con una mitad del cuerpo muy descansado, aunque no podría precisar cuál era esa mitad. Aunque la medianoche es muy propensa a las barrabasadas con lo invisible, no me desperté sobresaltado. Casi despertándome en esa media noche, noté un ruido que venía del sitio donde se mostraba el sillón. Lancé lentamente la mirada, todavía me quedaba un residuo indeciso del sueño, hacia ese sitio del ruido. El sillón y el ruido no se me mostraron en una sola acabada sensación hasta que encendí la lámpara. Pero entonces pude notar con cortante precisión que el sillón se movía sin impulsarse, se movía sobre sí mismo pudiéramos decir. Desde el primer momento tuve la seguridad de que no había sido el roce de algún ladrón, ni tampoco un enojoso tropiezo con el gato en persecusión de su enemigo. La movilidad del sillón tenía tal sencillez, aun en el marco feérico de la media noche, que pude volver a dormirme. Al despertarme sentí que la otra mitad de mi cuerpo se había añadido a la otra mitad desconocida, que al despertarme en la medianoche ya lucía descansada y plena dentro de una melodiosa circulación que se había remansado a la sombra húmeda.

-En la medianoche siguiente, casi a la misma hora, volví a despertarme, pero la forma tan burda en que lo invisible se me regalaba, me hacía esperarlo ni siquiera con indiferencia, mejor con cierto desdén por la forma tan apresurada con que ese invisible hacía su aparición. Estaba aún entre la vigilia y el sueño, yo creo que un poco más de la parte del sueño, cuando acompañando al ruido del sillón, comencé a oír como unas carcajadas, cuyo ruido cuando ya estuve totalmente despierto, vino a situarme cabalmente encima del sillón en movimiento. Eran las habituales grandes carcajadas, las de un bajo ruso en una canción popular, o las de un personaje shakeasperiano pringoso y con un exageradísimo diafragma ecuatorial. Me levanté, recorrí todas las piezas de la casa, y sólo me encontré la pequeñísima sorpresa del gato escarbando una esquina del patio. Creo que lo hacía por distraerse, sin ninguna finalidad, pues al verme continuó escarbando como quien realiza un trabajo sin propósito conocido y por lo tanto no cree que pueda surgir la suspicacia de la competencia. Cuando regresé a mi cuarto, ya el gato estaba en su cojín dormido. Me senté en el borde de la cama para aprovechar mejor ese dúo entre el sillón balanceado y las carcajadas que en círculos concéntricos se situaban sobre el ruido del sillón al moverse. Parecía que esas carcajadas fueran naciendo con el propósito de sentarse sobre el sillón, mejor, sobre el ruido del sillón al moverse. Apagué la lámpara y volví a quedarme dormido. Como dos horas después volví a despertarme, pero esta vez al sillón y a las carcajadas, se añadió un tercer instrumento, la puerta del cuarto; detrás del sillón se había abierto, y así permanecía como esos músicos que en las orquestas sólo interrumpen en muy contados momentos de unas errantes partituras que los necesitan, así la puerta abierta añadía al sillón balanceado y a las carcajadas una posibilidad muda que tendría tan sólo una brevísima participación en un tiempo desconocido. Un momento después ya yo estaba convencido de que eso era lo otro que tendría que suceder. Sin embargo, el silencio de la puerta abierta, el sillón en movimiento y las carcajadas, se mezclaban con entera corrección. Era un silencio que no desafinaba. Yo los oía a los tres, sentado en la cama y con el rostro apoyado en las dos manos. Me levanté, el gato seguía durmiendo en su cojín, y de nuevo, no por mis propios pasos, sino guiado por el improvisado trío, que parecía sonar para acompañarme tan sólo esos tres metros de la marcha de mi casa al patio. Entonces, no lo había hecho en los treinta años que vivía en esa casa, comencé a fijarme, con exasperada lentitud, en el patio.

...

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