lunes, 16 de agosto de 2010

Atardeceres etruscos, D.H. Lawrence (fragmentos)




(…) Avanzamos aprisa, con el viejo perro tambaleándose detrás. Le gusta, al perro, pasar una mañana entre las tumbas. La mar emana una especie de claridad que hace la atmósfera doblemente brillante y estimulante, como si estuviéramos en la cima de una montaña. Allá va el autobús de Viterbo. En los campos trabajan los campesinos y, de vez en cuando, el guía saluda a mujeres que le devuelven alguna salida picante. Los pies del joven alemán golpean la tierra con firmeza, pero su espíritu no es tan firme como su andar. Uno no sabe qué decirle; no condesciende a nada, parece como si no quisiera que le hablasen, pero probablemente se siente ofendido porque no le decimos nada. El guía charla con él con invariable jovialidad, en italiano; pero al cabo de un rato se descuelga por atrás, optando por la compañía más apacible de B., dejando para mí al joven alemán que, sin duda, ha tragado vinagre en una ocasión u otra.
Me noto, con él, como con la mayoría de los jovencitos de hoy: se ha pecado contra él más de lo que él peca. El vinagre, se lo hicieron beber. Empiezo de mala gana a hablar en alemán, puesto que hacerlo en italiano sería estúpido de mi parte y que él ha resuelto no hacerlo en inglés. Me entero, antes de haber recorrido el primer quilómetro, de que tiene veintitrés años(aparenta diecinueve), ha terminado su curso universitario, estudia para arqueólogo, viaja por cosas de arqueología, y ha estado en Sicilia y en Túnez, de donde acaba de llegar; no tiene muy buen concepto de ninguno de esos dos sitios; mehr Schrei wie Wert, sentencia, arrojando las palabras con una colilla asquerosa; tampoco tiene en muy buen concepto a los etruscos: nicho vial wert!; aparentemente, tampoco me tiene a mí en muy buen concepto; conoce a un profesor o dos que me han sido presentados; conoce muy bien las tumbas de Tarquinia, puesto que ha estado aquí, y ha residido aquí, dos veces antes de ésta; no las tiene en muy buen concepto; irá a Grecia, no espera llegar a tenerla en muy buen concepto; se aloja en el otro hotel, no en el Gentile, porque es todavía más barato; permanecerá aquí probablemente un par de semanas y sacará fotografías de todas las tumbas con una voluminosa cámara fotográfica ( tiene una autorización del gobierno, como los japoneses);según parece, tiene poquísimo dinero, se las arregla maravillosamente bien en base a nada ( espera llegar a ser un famoso profesor en una ciencia a la que no tiene en muy buen concepto), y me pregunto si siempre puede comer lo suficiente.
Es ciertamente un jovencito enojadizo y quisquilloso, aunque, de algún modo, silencioso y estoico. Nicht viel wert! (no vale demasiado, no tiene mayor importancia); ésa parece ser su expresión favorita, como lo es de casi todos los jovencitos de hoy. Nada importa demasiado, para los jóvenes.
Bueno, me consta que yo no tengo la culpa, y trato de mantener el ánimo. Pero si ya es malo haber pertenecido a la generación de la guerra, peor debe ser haber crecido justo después de la guerra. No se puede censurar a los jóvenes que les parezca que nada importa demasiado, la guerra canceló para ellos la mayor parte de los significados.
Y este jovencito, en el fondo, no es tan malo como parece: incluso más bien le gustaría que le hicieran creer en alguna cosa. Hay en él, en alguna parte, algún inquieto anhelo.
Hemos dejado atrás el cementerio modernos, con sus blancas lápidas de mármol, y los arcos de un acueducto medieval que salva una hondonada váyase a saber para qué, y dejamos el camino principal, metiéndonos en un sendero que sigue a línea de la cresta alargada de la colina a través del trigo verde que ondula y se riza al viento marino como finas plumas en el maravilloso brillo de la mañana. [...]
Hasta que de pronto damos un una tumba casi oculta. El chico alemán conoce muy bien el camino. El guía acude presuroso y enciende la lámpara de acetileno; el perro se busca lentamente un sitio resguardado del viento y se echa; y nosotros volvemos a sumergirnos en el mundo etrusco, abandonando el mundo actual a medida que nos introducimos en la tierra.
Una de las tumbas más famosas de este extremo de la necrópolis es la Tumba de los Toros. Contiene eso que el guía denomina "un po' di pornográfico", pero muy poco. El chico alemán se encoge de hombros como de costumbre; pero nos informa de que ésta es una de las tumbas más viejas, y le creo, pues a mí me lo parece.
 
 


Es un poco más amplia que otras tumbas, el techo no está muy inclinado, un lecho de piedra para sarcófagos recorre las paredes laterales, y en la pared del fondo hay dos puertas cortadas en la roca que dan paso a una segunda cámara que parece más oscura y lúgubre. El chico alemán dice que esa segunda cámara se hizo después, a partir de la primera. No tiene pinturas de la menor importancia.
Volvemos a la primera cámara, la vieja. La llaman la Tumba de los Toros por los dos toros que hay encima de las puertas de la pared del fondo; uno de los toros embiste al "po' di pornográfico" y el otro está serenamente echado y arroja una misteriosa mirada a la habitación, dándole la espalda tranquilamente a otro fragmento de pintura que el guía dice que no es "pornográfico" ("porque es una mujer"). El joven alemán sonríe con su expresión agriada.
Todo en esta tumba sugiere el viejo Oriente: Chipre, o los hititas, o la cultura minoica de Creta. Entre las puertas de la pared del fondo hay una encantadora pintura de un jinete desnudo, con lanza, montado en un caballo desnudo, que se dirige hacia una encantadora pequeña palomera y un manantial o una fuente sobre la que reposan dos bestias esculpidas de cara negra: leones con curiosas caras negras. De la boca del más cercano a la palmera cae agua en una especie de altar ahuecado, y por el otro avanza un guerrero que lleva un yelmo de bronce y grebas y, aparentemente amenaza al jinete con una espada que blande con la mano izquierda mientras se dispone a trepar dedo el pie de la fuente. Tanto el guerrero como el jinete llevan el calzado largo y puntiagudo de Oriente; y la palmera no es demasiado italiana.
La pintura tiene un curioso encanto y, evidentemente, es simbólica. Pregunté al alemán:
-¿Qué piensa usted que significa eso?
-Ach! ¡Nada! El hombre del caballo va a la fuente para que beba el caballo; eso es todo.
-¿Y el hombre de la espada?
-Oh, quizá sea su enemigo.
-¿Y los leones de cara negra?
-Ach! ¡Nada! Decoraciones de la fuente.
Debajo de esa escena hay árboles de los que cuelgan una guirnalda y una estola. El tramado de los márgenes, en vez del huevo y el dardo, tiene el llamado signo de Venus entre los dardos: una bola rematada por una crucecita.
-¿Y eso? ¿Es eso un símbolo?- pregunté al alemán.
-¡Claro que no!- contestó abruptamente-. ¡Una simple decoración!
Lo cual quizá sea cierto. Pero que el artista etrusco no sintiera por eso, como símbolo, algo más de lo que sentiría un decorador moderno, eso no puedo creérmelo.
Me rindo, por el momento. Encima de la pintura hay una frase escrita con ligereza, casi garrapateada, en etrusco.
-¿Usted puede leer qué pone ahí?-pregunté al chico alemán.
Él leyó velozmente; yo hubiera tenido que ir letra a letra. ¿Entiende qué quiere decir?- le pregunté. Se encogió de hombros.
-Nadie lo sabe.
En el ángulo obtuso del techo, los animales heráldicos son curiosos. La achaparrada estructura central, denominada altar, tiene cuernos de carnero en los extremos. A la derecha, un hombre de cuerpo pálido con la cara oscura galopa a rienda suelta montado en un caballo negro, seguido por un toro a toda carrera. A la izquierda hay una figura de mayor tamaño, un extraño león galopante con la lengua fuera. Pero de la espalda del león, en vez de alas, sale un segundo cuello, de macho cabrío de cara oscura y con barba; de modo que ese complejo animal tiene un segundo cuelo y una segunda cabeza, de macho cabrío, echada hacia atrás, además de su primer cuello melenudo y de su primera cabeza amenazadora de león. La cola del león termina en una cabeza de serpiente. De modo que ahí tenemos la auténtica Quimera. Y, galopando por detrás de la cola del león, se acerca una alada esfinge hembra.




-¿Qué significa ese león con una segunda cabeza y un segundo cuello? -pregunté al alemán. Se encogió de hombros y dijo:
-¡Nada!
Para él no significaba nada, porque para él nada tiene significado más allá del abecé de los hechos. Es un científico, y cuando no quiere que una cosa tenga significado, la tal cosa, ipso facto, se queda sin significado.
Pero el león con la cabeza de macho cabrío saliéndole de la espalda y echada hacia atrás debe significar alguna cosa, puesto que se encuentra lleno de viveza, en la famosa Quimera de bronce de Arezzo, que está en el museo de Florencia, que Benvenuto Cellini restauró y que es uno de los bronces más fascinantes del mundo. Aquí, la barbuda cabeza del macho cabrío brota, torcida hacia atrás, de la espalda del león, y el cuerno derecho del macho cabrío queda cogido en la boca de la serpiente, la cual es la cola del león enroscada hacia arriba, sobre sus lomos.
Aunque ésa es la verdadera Quimera, con las heridas infligidas por Belerofonte en el anca y el cuello, no es tan sólo un juguete grande. Posee, y se quería que poseyera, un preciso significado esotérico. De hecho, los mitos griegos sólo son toscas representaciones de ciertas concepciones esotéricas muy claras y muy antiguas, mucho más viejas que los mitos, y que los griegos. Los mitos, y los dioses personales, son tan sólo la decadencia de una previa religión cósmica.
La extraña potencia y belleza de esas cosas etruscas surge, diría yo, de la profundidad de un significado simbólico del que el artista era más o menos consciente. La religión etrusca, eso seguro, no fue nunca antropomórfica; es decir: los dioses que tuviera no eran seres, sino símbolos de poderes elementales; sólo símbolos; lo mismo que, antes, en Egipto. La Deidad indivisa, si podemos llamarla así, estaba simbolizada por el mundum, la célula original con su núcleo: ése es el comienzo mismo, que no se debe, como entre nosotros, a un dios personal, a una persona que se encuentre en el extremo mismo de toda creación o evolución. Así es siempre: la religión etrusca se ocupa de esos poderes y fuerzas físicas creativos que intervienen en la construcción y en la destrucción del alma, siendo el alma, la personalidad, eso que gradualmente se forma saliendo del caos y florece tan sólo para desaparecer de nuevo en el caos, o el submundo. Nosotros, por el contrario decimos: ¡Al comienzo era el verbo!..., y le negamos al universo físico una existencia verdadera. Existimos sólo en el Verbo, que es machacado en una fina plancha para recubrir, dorar y ocultar todas las cosas.
El ser humano, para el etrusco, era un toro o un carnero, un león o un venado, según sus diferentes aspectos y potencias. El ser humano tenía en sus venas la sangre de las alas de los pájaros y el veneno de las serpientes. Todas las cosas emergían del fluir de la sangre, y el curso sanguíneo, por muy complejo y contradictorio que pudiera hacerse, nunca quedaba interrumpido ni olvidado. Había distintas corrientes en el fluir sanguíneo y algunas a veces chocaban entre sí: pájaro y serpiente, león y venado, leopardo y cordero. Pero el choque mismo era una forma de unicidad; como vemos en ese león que tiene también una cabeza de macho cabrío.
Pero el joven alemán no quiere saber nada de eso. Él es moderno, y para él tan sólo lo obvio existe de veras. Un león con una cabeza de macho cabrío además de la suya propia es impensable; y lo impensable es no-existente, no es nada. En consecuencia, todos los símbolos etruscos, para él, son no-existentes, son simplemente una tosca incapacidad de pensar. No desperdicia con ellos ni un solo pensamiento: son producto de la impotencia mental y, por ello, despreciables.
Pero quizá fuese que no quería traicionarse, divulgar algún secreto que en el futuro haría de él un famoso arqueólogo. Aunque no me parece que la cosa fuese por ahí. Fue muy amable mostrándome, con la ayuda de su linterna, detalles que me hubieran pasado desapercibidos. El caballo blanco, por ejemplo, ha sido muy claramente modificado en su trazado: puede verse la anterior silueta de las patas traseras y el pecho del caballo, y de los pies del jinete, y puede verse lo mucho que el artista cambió el dibujo, a veces en más de una ocasión. Parece que cada vez lo rehacía todo y después lo cambiaba de acuerdo con su sentir. Y, dado que no había goma de borrar para hacer desaparecer los intentos anteriores, ahí están desde al menos seiscientos años antes de Cristo: ahí están los delicados errores de un etrusco que llevaba dentro el instinto del puro artista además de la jovial despreocupación que lo inducía a dejar que sus modificaciones pudieran ser vistas por cualquiera.
Los artistas etruscos trazaban a pincel o, quizá, rascaban con un punzón la silueta entera de las figuras en el estuco fresco, y después aplicaban los colores al fresco. De modo que tenían que trabajar aprisa. Algunas de las pinturas me parecieron al temple, y en una tumba, creo que en la de Francesco Giustiniani, la pintura parecía aplicada directamente a la roca cremosa. En ese caso, el color azul del manto del hombre es maravillosamente vivo.
La sutileza de la pintura etrusca, como la de la china y la india, reside en la maravillosa cualidad sugerente del borde de las figuras. No están silueteadas. No son lo que denominamos "dibujo". Hay un flotante contorno del que se desprende de pronto el cuerpo, en la atmósfera. Parece como si el artista etrusco viera las cosas surgiendo desde su propio centro hasta alcanzar su propia superficie. Y las curvas y los contornos del borde de la silueta sugieren todo el movimiento del modelado interno. En realidad, no hay modelado. Las figuras están pintadas sobre un plano. Pero parecen de una muscularidad plena, casi turgente. Tan sólo cuando se llega a la Tumba del Tifón se encuentran figuras modeladas, al estilo pompeyano, con luces y sombras.
Debió ser un mundo maravilloso aquel mundo viejo donde todo se veía vivo y relumbrante en las tinieblas crepusculares del contacto con todas las cosas y no simplemente en la aislada individualidad de las cosas sobre las que juega la luz diurna; donde cada cosa tenía un perfil claro, visualmente, pero, en su misma claridad, estaba relacionada emocionalmente o vitalmente con otras cosas, surgiendo una cosa de otra, fusionándose entre sí, emocionalmente, cosas mentalmente contradictorias, de tal modo que un león podía ser además de un león, y al mismo tiempo, también un macho cabrío sin ser tampoco un macho cabrío. En aquellos tiempos, un hombre montado en un caballo rojo no era simplemente tal o cual buen señor montado en su jaco marrón; el caballo era un ser de piel suave, con la muerte o la vida en la cara, henchido de un poder animal que ardía en el viaje con el apasionado arremolinamiento de la sangre por un itinerario misterioso en dirección a un desconocido punto de destino, arremolinado sobre su propio peso. Luego, un toro no era simplemente un animal de crianza con tal o cual precio, destinado a ir al matadero al cabo de un tiempo. Era una gran bestia maravillosa, un manantial de la gran pasión ardiente y voraz que hace rodar el mundo y salir el sol y que inunda al hombre de fuerza procreadora; el toro: el príncipe de la manada, el padre de los becerros y de los novillos, y de las vacas; el padre de la leche; aquél que tiene en la frene los cuernos del poder que simbolizan el aspecto guerrero del cuerno de la fertilidad; el mugiente dueño de la fuerza, celoso, cornudo, embestidor de sus contrarios. El macho cabrío era de su misma estirpe: era padre de la leche, pero en vez de una tremenda fuerza tenía astucia, la astuta conciencia del celoso y taimado padre de la procreación El león, por su parte, era supremamente terrible; era amarillo y rugía con sanguinaria energía, semejante al sol, pero al sol que se impone como chupador de la vida de la tierra, pues el sol puede calentar los mundos como una gallina amarilla que incuba sus huevos, pero el sol puede también absorber la vida de la tierra con su lengua ardiente. El macho cabrío dice: dejadme procrear hasta que el mundo entero huela a macho cabrío; pero entonces el león ruge desde la otra corriente de la vida, que se halla también en el hombre, y alza la garra para golpear, poseído por la pasión de la otra sabiduría.
Así, todos los seres son potentes cada cual a su manera, y una miríada de múltiples conciencias estallan en tormentosas contradicciones y oposiciones que son eternas y están más allá de cualquier posible reconciliación mental. Podemos conocer el mundo viviente tan sólo de modo simbólico. Pero toda conciencia, la furia del león, y el veneno de la serpiente, toda conciencia es y, por consiguiente, es divina. Todo emerge del círculo inquebrantado con su núcleo, el germen, el Uno, el dios si queremos llamarlo así. Y el hombre, con su alma y su personalidad, emerge en conexión eterna con todo lo demás. El correr de la sangre es uno, inquebrantado; pero bulle de tormentos de oposiciones y contradicciones.
Los antiguos veían conscientemente, como los niños ven ahora inconscientemente, la inacabable maravilla de las cosas. (…)
Era viendo todas las cosas alertas en la palpitación del significado de la interrelación pasional que los antiguos mantenían la maravilla y el deleite de la vida, lo mismo que el temor y la repugnancia. Eran como niños pero tenían la fuerza, el poder y el conocimiento sensual de los auténticos adultos. Tenían un mundo de conocimiento valioso que para nosotros se ha perdido por completo. Allí donde ellos eran auténticos adultos, nosotros somos niños; y viceversa.
Ni siquiera los dos trocitos de "pornográfico" de la Tumba de los Toros son dos dibujitos obscenos. Ni muchísimo menos. El alemán se dio cuenta, y también nosotros. Esos dibujos tienen la misma ingenua maravilla que los restantes, la misma inocencia arcaica con que se aceptaba la vida, se conocía todo acerca de ella y se sentía su significado, que es como una piedra caída en la conciencia, irradiando sus rizos cada vez más allá, hasta los extremos. Las dos pequeñas pinturas tenían un significado simbólico completamente distinto de un significado moral...o inmoral. Las palabras "moral" e "inmoral" no tienen ninguna fuerza. Algunos actos (que Dennis llamaría obscenidad flagrante), el toro con cara de hombre los acepta tranquilamente tumbado; contra otros actos embiste con los cuernos bajados. No se trata de un juicio. Se trata de un balanceo de la acción y la reacción pasionales: la acción y la reacción del padre de la leche. (…)


Publicado por Karmen Blázquez en Factor Serpiente




“Esas tumbas parecen tan normales y amistosas, ahí cortadas bajo la roca...No se siente ninguna sensación opresiva al bajar a ellas. Eso se debe en parte, sin duda, al peculiar encanto de la proporción natural que se halla en todas las cosas etruscas de los siglos impolutos y ajenos a los romanos. Las formas y los movimientos de las paredes y los espacios del mundo subterráneo tienen una simplicidad que, combinada con una franca naturalidad y una espontaneidad peculiarísima tranquiliza de inmediato el espíritu. Los griegos trataban de impresionar, y el gótico intenta causar todavía más una impresión en la mente. Los etruscos, no. Las cosas que hacían, en sus plácidos siglos, son tan naturales y fáciles como el respirar. Dejan que el pecho respire con libertad y gusto, con una especie de plenitud vital. Incluso en las tumbas. Y ésa es la auténtica cualidad etrusca: la facilidad, la naturalidad, y una abundancia de vida; no hay por qué forzar la mente o el alma en ningún sentido.”


 


“Pues no habrá parte alguna de nosotros ni de nuestros cuerpos que no sienta la religión; y que no falten cantos para el alma, ni saltos y danzas para las rodillas y el corazón; pues todas estas cosas conocen a los dioses.”



                                                                    


“Tan sólo unos pocos son iniciados al misterio del baño de la vida y del baño de la muerte: la laguna dentro de la laguna dentro de la laguna en cuyas aguas el hombre se hace más oscuro que la sangre, por la muerte, y más brillante que el fuego, por la vida; hasta que al fin, es de un regio escarlata como porción de vida viviente: puro bermellón.”


Obras: Pinturas murales etruscas de la Tumba del Triclinio, 480 a.C.

Imágenes y citas en Fragmentalia

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